Es noche profunda. Una noche
oscura bañada por flashes y luces de neón. El aire es estático, cargado, denso.
El tiempo vuela tan fugaz como los hielos de su copa. Se deja llevar, se mece
entre los vaivenes de todos los cuerpos que abarrotan la sala.
Se ha dado cuenta de que hace un
buen rato que está siendo observada.
Al otro lado del grupo de gente
que está bailando a su alrededor, siente como alguien está clavando sus ojos en
ella. Al principio aparta la mirada. No obstante, la segunda vez que se miran,
observa cómo sus dientes se clavan en el labio. Un gesto tan insignificante, es
capaz de provocar un incendio que ella, inútilmente, intenta apagar tocándose
el pelo.
Lo sabe. Ella sabe que es
demasiado tarde como para salir de una red en la que quiere atraparse.
Enredarse.
Entonces, comienza la película,
con un movimiento a cámara lenta en blanco y negro.
Esos ojos marrones siguen una línea
directa hacia los suyos. Se mueven, le muerden, le arrancan la ropa, la saliva,
sin ni siquiera tocarla. Esos ojos que siguen directos hacia el blanco de su
presa. Y ella no puede hacer más que abrirse paso con una calmada urgencia,
abrir su ropa, abrir su lengua, sus piernas, sus ojos, sin ni siquiera haber
sido tocada.
El aire se sigue cargando
mientras esos ojos marrones se la siguen comiendo en la trayectoria hacia su
boca. A ella ya poco le importa todo aquello que exista, que sea, en ese
preciso instante. Se comería hasta su alma. Devoraría todas y cada una de las
sonrisas que pueda encontrar por su cuerpo.
El viaje llega hacia el
encuentro. A esas alturas no es necesario pronunciar estupidez alguna. Está
perdida, acorralada, contra las cuerdas de esos ojos tan profundos como el
precipito al que se va a lanzar.
Ella lo sabe. Lo necesita. Le
urge. Se exige gemírselo al oído de esos ojos marrones.
Ella sabe de la urgencia que corre
cuando necesitas atrapar con los dientes una mirada que provoca. Ella sabe que
no hay nada más sugerente que desnudar, follar, esos labios manchados de
carmín.